Desde Moscú
Definitivamente, el de Rusia es un Mundial extraño.
Sin Italia (cuatro veces campeón mundial) ni Chile (actual campeón de América),
que ni siquiera se clasificaron, ahora se suman entre los eliminados a la
Argentina de Lionel Messi, al Portugal de Cristiano Ronaldo, y a la España del
“tiki-taka”, y todo demasiado pronto.
Además, con las salidas tan tempranas de Messi y
Cristiano Ronaldo, se abre, por fin, una ventana para que por primera vez en
una década, el premio al mejor jugador del mundo acaso podría llevárselo un
tercero.
El primer gran golpe de autoridad lo dio Francia,
equipo en permanente ascenso en los últimos tiempos, que siempre supo jugarle a
la selección argentina, haciéndola entrar a lo que más le conviene, la apuesta
por la velocidad contra una defensa demasiado lenta, que formó parte del
segundo plantel más veterano del torneo.
Por el contrario, Francia contrapuso a un velocista
como Kylian Mbappé, que con sólo 19 años, consiguió volver loca a toda la
defensa rival (y muchos argentinos recuerdan ahora, amargamente, cómo José
Pekerman no puso en el campo a un joven Lionel Messi a los 18 ante Alemania por
los cuartos de final del Mundial 2006, en Berlín) y acabó con el sueño
albiceleste de llegar a su tercera conquista mundial, y en especial la del
propio Messi, quien ya tiene cuatro torneos en sus espaldas sin haber
conseguido levantar la Copa.
El equipo argentino fue la consecuencia perfecta de
su pésima organización y preparación. No jugó amistosos cuando los demás lo
hicieron, no se entrenó demasiado tiempo, no tuvo claro un sistema táctico que
resolviera la soledad de Messi desde hace años y el haberlo hecho jugar de
“falso nueve” fue un desacierto absoluto, al punto de que en la segunda parte
hubo que rectificar, colocar a Sergio Agüero, y volver a la situación original,
aunque ya era muy tarde.
Pero este Mundial es tan cruel y vertiginoso que
apenas horas más tarde, un Uruguay perfectamente equilibrado y trabajado con
orden y con conceptos claros por el veterano entrenador Oscar Washington
Tabárez despachaba al Portugal de Cristiano Ronaldo, quien casi no tuvo chances
de tocar la pelota, muy bien controlado por una férrea defensa “celeste” con
los dos centrales que se conocen demasiado, como Diego Godín y José María
Giménez, y con una temible dupla atacante compuesta por Luis Suárez y Edinson
Cavani.
A esta altura, puede decirse, por su sistema de
juego, que Uruguay sería para este Mundial lo que el Atlético Madrid a la Liga
Española o a la Champions League, por lo molesto para poder ganarle, por su
protagonismo, su carácter y su aprovechamiento integral de su plantel.
Por contrario, Portugal no hizo un buen Mundial.
Tras un buen comienzo ante España, cuando arañó el empate final gracias a la
contundencia de Cristiano Ronaldo, no pudo mantener esta actuación en los
restantes partidos y hasta zozobró en el final su pase a octavos de final,
donde ya lo esperaba un equipo competitivo como el uruguayo.
Ni Joao Mario, ni Bernardo Silva, ni ningún creativo
pudo aportar nada para aprovechar al gran goleador del Real Madrid, y entonces
la aventura portuguesa se acabó pronto.
Y por si fuera poco, horas más tarde, al día
siguiente, también la selección española, impensadamente, se marchó del
Mundial. Con algunos jugadores de remanente de aquel ya lejano título de 2010
en Sudáfrica y con un plantel completo y para todos los gustos, “La Roja” no
pudo sostener la grave crisis institucional que vivió dos días antes de comenzar
el torneo, cuando el nuevo presidente de la Federación, Luis Rubiales, sintió
que tenía que despedir al entrenador Julen Lopetegui, tras anunciar el Real
Madrid su contratación para cuando finalizara el Mundial.
Rápidamente, Fernando Hierro ocupó el lugar de
Lopetegui pero ya la crisis estaba instalada. La defensa, pese a los grandes
nombres, ya no tuvo la seguridad que mostró durante todo el ciclo de
preparación o en la clasificación mundialista, y el otro problema es que se
hizo recurrente el toque sin trascendencia en la mitad de la cancha o hasta
tres cuartos llamado popularmente como “el tiki taka”, que significa dar pases
horizontales, o a lo sumo progresar hasta tres cuartos, pero sin poder definir
en la portería contraria.
Si a España le costó mucho Portugal en la primera
jornada, tampoco le resultaron fáciles ni Irán, al que le ganó con lo justo, ni Marruecos, y ante Rusia, si bien
se encontró con un planteo ultra defensivo, volvió a padecer del mismo problema
crónico de los últimos años y al que nos hemos referido muchas veces en esta
columna: la escasa cantidad de goles convertidos en proporción al porcentaje de
posesión de pelota.
Lopetegui, y luego Hierro, optó por un sistema de
4-5-1, que dejaba solo arriba a Diego Costa, con la idea de que los volantes
lleguen y acompañen al delantero del Atlético Madrid, pero no ocurre, porque se
quedan estáticos confiando demasiado en su técnica, y entonces el equipo
español tocó y tocó, hasta superar por cinco veces a Rusia en la entrega de
pases en la primera parte, y sin embargo ésta finalizó empatada.
En cambio, Rusia apostó a lo más sencillo:
sabiéndose superior, se retrasó para esperar a su rival que rebotó una y otra
vez ante el duro marcaje defensivo local, que claramente apostó a los penales,
y le salió bien.
Es tan loco este Mundial, que Rusia ya llegó a
cuartos de final, cuando nadie podía afirmarlo un año atrás, cuando penó en la
Copa Confederaciones. Ahora parece otra historia.
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