Nunca pude ser
jugador de fútbol. Y nunca pude dejar de serlo en mi cabeza. Esa fue mi
desgracia. Esa, y haber aprendido de mi padre el recurso fácil y truculento del
vino.
No pude ser
jugador debido a mis importantes limitaciones técnicas. Tantas, que no tenía
atributo técnico alguno. Pero sí tenía una increíble habilidad – acaso, un
destino tan tajantemente fijado – en dar en pasar por la casa de algún amigo o
pariente en el momento en que se disponían a comer un asadito (excusa para
abrir un par de damajuanas de tinto); o por un bar en el instante en que un
grupo de amigos se entrega arte de la conversación etílica.
De a poco, fui
cediendo a mi sino. A fin de cuentas, ser algo implica un esfuerzo desmesurado;
amén de que conlleva la inevitable cancelación de muchas otras posibilidades
(que, además, probablemente no precisaran tales bríos, o que se ajustaran mejor
al sistema que uno es). De tal guisa, fui aceptando mi realidad, buscando, ya
más activamente, esas reuniones donde sabía que el tinto se ofrecía como un
abrazo o una complicidad.
Eso sí, siempre
retuve al jugador. En cuanto se descorchaba una botella o una damajuana,
siempre exigía que se me pasara el corcho, y, de una volea, marcaba un gol
detrás de la barra del bar, del otro lado de la mesa, o contra el árbol de la
esquina de turno.
Nunca me abandonó esa necesidad de pegarle de primera, sin
esperar a que botara, como me decía don Bibiano, el entrenador de infantiles,
con esa mirada suya como de reclutar lástimas: No dejes que bote, Abundio,
coño, que le das tiempo al defensor a cerrar. Nunca dejo que bote. A veces, y
muy de vez en cuando, si ya es el tercer o cuarto corcho, le pifio. Pero no
está don Bibiano para abroncarme.
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