Sandalio Fernández llegó al fútbol de carambola. Una
tarde, maltratando el paño de la mesa de billar del Club Social Extinción –
fundado por un grupo de paleontólogos frustrados -, el entrenador de fútbol del
club vio al joven en una de esas tardes inspiradas que cualquiera que no esté desequilibrado
o desesperado sabe identificar como únicas e irrepetibles: aberraciones de la
realidad. Teótimo Lecce no sólo no apreció eso, sino que aumentó la pifia aún
más: creyó posible trasladar la aparente habilidad del billar al terreno
futbolístico. Intoxicado por ese entusiasmo no sólo infundado, sino tan
evidentemente fraudulento, le propuso a Sandalio sumarse al equipo. El joven
dijo que sí porque en una mesa cercana había dos muchachas a las que pretendía impresionar
con fines eróticos.
Jugó un partido. O un trozo de partido.Como era de
esperar, lo hizo como el reverendísimo traste. Nunca había sentido
inclinaciones por ese deporte. Sandalio miraba hacia el banco de suplentes
buscando la mirada de Lecce para pedirle, implorarle que lo sacara, pero éste
observaba otro partido, o alguna vieja batalla europea, o una orgía romana.
Cómo saberlo.
El viejo se había agarrado de Sandalio no tanto como
una solución deportiva, sino mental: alrededor del joven inventó una
escapatoria para esa realidad que se le había ido cayendo encima con los años; una
circunstancia de extrarradio, de mediocridad, de vino malo, de campos de juego
que parecían masacrados por obuses y olvido. Ahí, quieto, casi sobre la banda,
como quien está a punto de saltar a un precipicio, Lecce estaba a lejos. Muy
lejos, sí, pero no tanto como para perder de vista a Sandalio – o lo que fuese
que él viese; porque seguro que no era a ese joven desgarbado, sin talento, con
la mirada llena de miedo y polvo.
Durante el entretiempo, en el vestuario frío y
húmedo – un museo de transpiraciones y fracasos -, el portero se le acercó y le
dijo: Pibe, sólo tenés una salida. ¿Matarme?, preguntó Sandalio. No, hombre,
rajar; ahora – respondió el otro.
Salió del vestuario con el resto del equipo para
volver a la cancha, pero en el camino se las tomó. Hasta ahí, los hechos.
Uno podría extenderse mucho deteniéndose
minuciosamente en lo irrelevante, en lo meramente anecdótico. Pero ni tengo la
paciencia necesaria para tales pasatiempos, ni este texto tiene ánimo
literario, niningún otro más que referir un suceso minúsculo que dio que hablar
en el club, primero, en el barrio, inmediatamente después, y que finalmente,
por algún motivo, saltó a la prensa nacional. Se dijo que debido a que era un
“verano lento”, que no pasaba nada, que había que llenar páginas y horas de
radio. Pero también se dijo, en voz baja, sin alharaca, que los “lentos” eran
los ciudadanos que no veían el desguace del país porque la prensa,
precisamente, no se lo contaban, tan “ocupados” como estaban en relatar las
novedades del “caso Sandalio Fernández”. Caso Sandalio Férnadez, sí. Así lo
llamaron.
Que le tenía miedo a su sombra, llegaron a decir.
Pavor. Que por eso desapareció – que se fue al norte del norte, “donde las
nubes gobiernan el cielo y los ánimos”, según el redactor de un vespertino de
la capital. Eso al principio.
Luego comenzaron a circular rumores de amoríos, de
un cornudo con mucho poder, como explicación de su fuga. Enseguida esos mismos
dichos fueron transformándose en una deuda con un prestamista – es fascinante,
pero tema para otra ocasión, cómo los amoríos mutaron en carreras de caballo y
timbas varias, el cornudo en un mafioso marginal, pero no por ello menos
peligroso (incluso, por ello acaso más peligroso); hasta llegar al punto de
borrar las deudas de juego y mudarlo todo a una turbulenta relación amorosa con
el dichoso criminal que devino líder político. Se dijeron mil y una
barbaridades. Y mil y una hipótesis (aunque presentadas, claro está, como
hechos comprobadísimos). Todos tenían en común una cuestión: no llegaban ni por
equivocación a rozar la verdad; que, por lo demás, era de lo más pedestre.
Ahora uno de una radio aseguró que Sandalio estaba
al frente de una mafia dedicada a venderle sustancias dopantes a los jugadores
y cuerpos técnicos de todas las ligas regionales del país. Esta es la versión
actual. Que huyó porque la policía ya lo tenía en la mira y que algún comisario
en su nómina le dio el chivatazo. Que otra mafia lo venía desplazando y
finalmente lo intimó a tomarse las de Villadiego.
No sé cuánto más se va a seguir hablando del tema. Pero
no creo que mucho. Acabo de leer un cable de agencia informando que la gran
actriz de variedades Dosinda Martín murió al caer del balcón de la habitación
que ocupaba en el hotel de la localidad costera de San Piélago, donde realizaba
la temporada teatral de verano. En la habitación se encontraban con ella el
sicalíptico Ciro Cruz (compañero de elenco) y el banquero Abelardo Bonifacci –
caído en desgracia luego de que se separara de la hija de la ínclita familia
Ituzaingó. Esto tiene toda la pinta, aunque el cable no lo dijera, porque se
ciñó ese minucioso y escueto hecho, de haber sido una fiestita de lo más
íntima.
Lo triste del caso es que todo lo que en este caso
se llegue a rumorear – que será, calculo, infinitamente más que sobre el
perejil de Fernández -, no estará a la altura de la realidad, que en estos
casos uno siempre intuye más truculenta. Habrá que ponerse a escribir algo
sobre el tema. Si uno es de los primeros, se transforma en “experto” en el tema
casi automáticamente – y así llegan las invitaciones de los medios de la ciudad;
lo que, con suerte, se traduce en un aumento en el diario. Y yo ya hace tiempo
que no soy uno de esos expertos. La última vez fue con el caso Antúnez: un
jubilado que traficaba con pastillas, dentaduras, pañales para adultos; vamos, con
lo que fuere, en la cancha de bochas de una plaza de barrio – ocultaba todo el
comercio en bolsos y en bochas falsas; la imagen era de una idílica y
entretenida tercera edad en eterna partida.
Entonces sobrevino un grito que, según una mujer alojada en una habitación del
piso superior a la de la diva, que prefiere mantener su identidad en el
anonimato, dijo no podrá olvidar jamás: ‘un horror absoluto que se alargaba y
alejaba’”. Quizás sea demasiado. Aunque con lo que vendrá después… Sí, creo que
se terminó el minuto de Sandalio.“En la habitación se encontraban el actor Ciro
Cruz y el banquero Abelardo Bonifacci, a quienes identificaron trabajadores del
hotel y un viandante que los vio en el balcón inmediatamente después de
escuchar el grito final de la diva del teatro de revistas…”.
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