martes, 21 de mayo de 2019

Amarillismo (Un cuento de Marcelo Wio)





Sandalio Fernández llegó al fútbol de carambola. Una tarde, maltratando el paño de la mesa de billar del Club Social Extinción – fundado por un grupo de paleontólogos frustrados -, el entrenador de fútbol del club vio al joven en una de esas tardes inspiradas que cualquiera que no esté desequilibrado o desesperado sabe identificar como únicas e irrepetibles: aberraciones de la realidad. Teótimo Lecce no sólo no apreció eso, sino que aumentó la pifia aún más: creyó posible trasladar la aparente habilidad del billar al terreno futbolístico. Intoxicado por ese entusiasmo no sólo infundado, sino tan evidentemente fraudulento, le propuso a Sandalio sumarse al equipo. El joven dijo que sí porque en una mesa cercana había dos muchachas a las que pretendía impresionar con fines eróticos.

Jugó un partido. O un trozo de partido.Como era de esperar, lo hizo como el reverendísimo traste. Nunca había sentido inclinaciones por ese deporte. Sandalio miraba hacia el banco de suplentes buscando la mirada de Lecce para pedirle, implorarle que lo sacara, pero éste observaba otro partido, o alguna vieja batalla europea, o una orgía romana. Cómo saberlo.

El viejo se había agarrado de Sandalio no tanto como una solución deportiva, sino mental: alrededor del joven inventó una escapatoria para esa realidad que se le había ido cayendo encima con los años; una circunstancia de extrarradio, de mediocridad, de vino malo, de campos de juego que parecían masacrados por obuses y olvido. Ahí, quieto, casi sobre la banda, como quien está a punto de saltar a un precipicio, Lecce estaba a lejos. Muy lejos, sí, pero no tanto como para perder de vista a Sandalio – o lo que fuese que él viese; porque seguro que no era a ese joven desgarbado, sin talento, con la mirada llena de miedo y polvo.

Durante el entretiempo, en el vestuario frío y húmedo – un museo de transpiraciones y fracasos -, el portero se le acercó y le dijo: Pibe, sólo tenés una salida. ¿Matarme?, preguntó Sandalio. No, hombre, rajar; ahora – respondió el otro.
Salió del vestuario con el resto del equipo para volver a la cancha, pero en el camino se las tomó. Hasta ahí, los hechos.

Uno podría extenderse mucho deteniéndose minuciosamente en lo irrelevante, en lo meramente anecdótico. Pero ni tengo la paciencia necesaria para tales pasatiempos, ni este texto tiene ánimo literario, niningún otro más que referir un suceso minúsculo que dio que hablar en el club, primero, en el barrio, inmediatamente después, y que finalmente, por algún motivo, saltó a la prensa nacional. Se dijo que debido a que era un “verano lento”, que no pasaba nada, que había que llenar páginas y horas de radio. Pero también se dijo, en voz baja, sin alharaca, que los “lentos” eran los ciudadanos que no veían el desguace del país porque la prensa, precisamente, no se lo contaban, tan “ocupados” como estaban en relatar las novedades del “caso Sandalio Fernández”. Caso Sandalio Férnadez, sí. Así lo llamaron.

Que le tenía miedo a su sombra, llegaron a decir. Pavor. Que por eso desapareció – que se fue al norte del norte, “donde las nubes gobiernan el cielo y los ánimos”, según el redactor de un vespertino de la capital. Eso al principio.

Luego comenzaron a circular rumores de amoríos, de un cornudo con mucho poder, como explicación de su fuga. Enseguida esos mismos dichos fueron transformándose en una deuda con un prestamista – es fascinante, pero tema para otra ocasión, cómo los amoríos mutaron en carreras de caballo y timbas varias, el cornudo en un mafioso marginal, pero no por ello menos peligroso (incluso, por ello acaso más peligroso); hasta llegar al punto de borrar las deudas de juego y mudarlo todo a una turbulenta relación amorosa con el dichoso criminal que devino líder político. Se dijeron mil y una barbaridades. Y mil y una hipótesis (aunque presentadas, claro está, como hechos comprobadísimos). Todos tenían en común una cuestión: no llegaban ni por equivocación a rozar la verdad; que, por lo demás, era de lo más pedestre.

Ahora uno de una radio aseguró que Sandalio estaba al frente de una mafia dedicada a venderle sustancias dopantes a los jugadores y cuerpos técnicos de todas las ligas regionales del país. Esta es la versión actual. Que huyó porque la policía ya lo tenía en la mira y que algún comisario en su nómina le dio el chivatazo. Que otra mafia lo venía desplazando y finalmente lo intimó a tomarse las de Villadiego.

No sé cuánto más se va a seguir hablando del tema. Pero no creo que mucho. Acabo de leer un cable de agencia informando que la gran actriz de variedades Dosinda Martín murió al caer del balcón de la habitación que ocupaba en el hotel de la localidad costera de San Piélago, donde realizaba la temporada teatral de verano. En la habitación se encontraban con ella el sicalíptico Ciro Cruz (compañero de elenco) y el banquero Abelardo Bonifacci – caído en desgracia luego de que se separara de la hija de la ínclita familia Ituzaingó. Esto tiene toda la pinta, aunque el cable no lo dijera, porque se ciñó ese minucioso y escueto hecho, de haber sido una fiestita de lo más íntima.

Lo triste del caso es que todo lo que en este caso se llegue a rumorear – que será, calculo, infinitamente más que sobre el perejil de Fernández -, no estará a la altura de la realidad, que en estos casos uno siempre intuye más truculenta. Habrá que ponerse a escribir algo sobre el tema. Si uno es de los primeros, se transforma en “experto” en el tema casi automáticamente – y así llegan las invitaciones de los medios de la ciudad; lo que, con suerte, se traduce en un aumento en el diario. Y yo ya hace tiempo que no soy uno de esos expertos. La última vez fue con el caso Antúnez: un jubilado que traficaba con pastillas, dentaduras, pañales para adultos; vamos, con lo que fuere, en la cancha de bochas de una plaza de barrio – ocultaba todo el comercio en bolsos y en bochas falsas; la imagen era de una idílica y entretenida tercera edad en eterna partida.

“La actriz Dosinda Martín murió hoy al caer del balcón de la habitación que ocupaba en el hotel de la localidad costera de San Piélago, donde realizaba la temporada teatral de verano. Huéspedes de las habitaciones vecinas dijeron haber oído música muy alta y posteriormente gritos de dos hombres, y la voz de una mujer – entonces no sabían a quién pertenecía la misma – intentado interponerse en lo que, a esa altura, parecía una pela. Enseguida vino el ruido de vidrios rotos y las voces se hicieron más claras para aquellos veraneantes que alargaban la noche en los balcones del hotel. 

Entonces sobrevino un grito que, según una mujer alojada en una habitación del piso superior a la de la diva, que prefiere mantener su identidad en el anonimato, dijo no podrá olvidar jamás: ‘un horror absoluto que se alargaba y alejaba’”. Quizás sea demasiado. Aunque con lo que vendrá después… Sí, creo que se terminó el minuto de Sandalio.“En la habitación se encontraban el actor Ciro Cruz y el banquero Abelardo Bonifacci, a quienes identificaron trabajadores del hotel y un viandante que los vio en el balcón inmediatamente después de escuchar el grito final de la diva del teatro de revistas…”.

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