Desde Río de Janeiro
Quiere el
tiempo, caprichoso, que un 24 de junio me encuentre en Brasil, en Río de
Janeiro, para recordar lo que ocurrió hace ya 41 años pero en Buenos Aires y
alrededor de una selección brasileña, por cierto, muy distinta a la actual.
El Mundial 1978
llegó a nuestros quince años, con toda la efervescencia que implica semejante
acontecimiento a la edad en la que descubrimos cómo la pasión por el fútbol es
tan grande, que hasta hacía tiempo que nos había despertado la vocación
periodística.
El Mundial, en
el que sospechábamos que algo extraño ocurría por el sinsentido de abuelas
subidas a los camiones para festejar los triunfos de la selección argentina
aunque en esos días el silencio era “salud” y usar barba o pelo largo era
delictivo, y ni hablar de pensar algo distinto a la corriente (mejor escrito,
de pensar), ya tocaba a su fin. Era sábado a la mañana y acompañaría a mi padre
a visitar, en la zona de la Manzana de las Luces (tan común para quien esto
escribe que cursaba por allí el tercer año del Colegio Nacional de Buenos
Aires), al odontólogo brasileño Álvaro Badra.
No tenía el
gusto de conocerlo, pero mi familia sabía muy bien de quién se trataba. Mi
hermana había nacido con una malformación arterial, llamada Tetralogía de
Falot, y por aquellos tiempos (mediados de los años sesenta), la única garantía
de éxito era operarla en Brasil, en San Pablo, y por el equipo de Jesús Zerbini
(ya fallecido).
Era una
operación de corazón, con riesgos, y hacia allí habían ido mis padres, con mi
hermana, a aquella cruzada luego de años de trabajo para juntar el dinero, en
diciembre de 1970. Y fue allí donde encontraron tanta solidaridad de Badra y su
familia, de origen sirio-libanés. De hecho, se alojaron todos en su residencia,
que se llamaba “Joelma Regencia” y quedó el agradecimiento eterno a aquellas
bellas personas que tanto ayudaron.
Lo cierto es que
aquel 24 de junio de 1978, Badra estaba de visita en Buenos Aires y hacia su
hotel nos encaminamos, en Diagonal Sur, a metros de la Manzana de las Luces
cuando para mi sorpresa, también allí se alojaba la selección brasileña de
Claudio Coutinho, que esa misma tarde, en el Monumental, debía enfrentar a
Italia por el tercer puesto.
El recuerdo, ya
lejano, nos retrotrae a aquellos instantes en los que descubrimos que por
nuestro costado pasaban un joven Zico, Roberto Rivelino, Dirzeu, Gil y tantas
estrellas de aquellos tiempos, y entonces corrimos a comprar algún objeto que
fuera la base de una colección de valiosos autógrafos.
Desconocemos
dónde y cómo apareció en nuestras manos un plato con las banderas de todos los
participantes en el Mundial, que desde aquel día reúne las firmas de todos
aquellos jugadores, que suponemos que se habrán ido diluyendo.
Permítannos la
licencia de que, siendo argentinos, de ninguna manera podamos tener algún
sentimiento contra Brasil, acaso atravesados por situaciones estrictamente
personales, pero la simpatía siempre vence a circunstancias como por ejemplo lo
que sostiene el columnista de Folha de Sao Paulo Sergio Rodríguez, que el
actual fútbol de este país al que volvimos una vez más “es una metáfora de la
vida actual” y que este equipo que compite como local en el torneo sudamericano
(con dos invitados asiáticos como Japón y Qatar) “está vestido de manifestante
pro Bolsonaro cinco años después de haber sufrido el mayor vejamen de la
historia de los Mundiales ante Alemania, el día del 7-1 en Belo Horizonte).
Rodríguez
sostiene que el principal jugador de Brasil, Neymar, que “puede (¿podía?)
llamarse genial, está fuera de la Copa América, víctima de golpes en el cuerpo,
en el alma, en su imagen pública” y traza paralelos con este momento de
“tristeza popular”, como nos dijo un taxista en una interesante charla desde el
aeropuerto de Belo Horizonte hasta nuestro hotel.
Este Brasil está
mucho más triste y caído que hace cinco o seis años, cuando lo visitamos en
nuestras últimas dos veces para la Copa Confederaciones (2013) y el Mundial
(2014). Mucha gente durmiendo en las
calles, sin nuevas estaciones de metro, que, además, es muy confuso (en la
misma estación, de una entrada se puede sacar boletos de un viaje con tarjeta,
del otro lado, no y sólo en efectivo, el turista no sabe qué fila hacer), para
todo hay que registrarse (“cadastrarse”). Para poder utilizar un chip
telefónico, hay que colocar el CPF (número fiscal brasileño), y lo mismo para
viajar en buses de larga distancia o para alquilar un departamento o habitación
en Airbnb.
La buroracia es
infinita. Decenas de sellos y de maniobras en la PC para cualquier trámite,
mientras desde París, el genial Chico Buarque de Hollanda le aclara a OGlobo
que para escribir su próximo libro prefirió cruzar el océano para poder
concentrarse pero que “no es comparable” Bolsonaro con la dictadura militar
“porque no le gustan los intelectuales pero no los persigue, aunque ahora hay
otros colectivos que sufren, como las mujeres o los homosexuales”.
Folha de Sao
Paulo nos cuenta que después de cuatro años, Brasil no logra llegar a la meta
de alfabetización y que si en 2016 era del 7,2 por ciento y en 2017, del 6,9,
en 2018 era apenas inferior, de un 6,8, en tanto que en la zona de Maricá, en
Río de Janeiro, era asesinado a tiros el periodista Romario Barros, de 31 años,
creador del sitio “Lei Seca”. Barros es el segundo periodista en la ciudad en
menos de treinta días porque el 25 de mayo habían matado a Robson Giorno, de 45
años, dueño del Jornal Maricá, cerca de su casa.
Mientras tanto,
la quiebra de la empresa Avianca fue generando que ante la crisis económica,
muchísimos brasileños se volcaran a los autobuses para recorrer el país, y por
lo tanto, las compañías tuvieron que abrir otros recorridos y mayores
frecuencias y hasta fueron mejorando sus servicios.
Y mientras todos
los bares y restaurantes emiten fútbol y novelas sin parar, no logran contagiar
demasiado a los torcedores locales, que miran con desconfianza a la Copa
América y no están para muchos chistes. El columnista de “O Globo” Martín
Fernández, en un gran artículo llamado “El elitismo torpe de la Copa América”,
cuenta sobre la oportunidad perdida por la CBF y por el fútbol brasileño con
este torneo de estadios vacíos y desinterés por una selección nacional con
jugadores en su mayoría “europeos” en la que quedan pocos resquicios para
filtrar a un Everton, que a la larga es el que salva los partidos.
Con 120 reales
de precio mínimo para las entradas de la fase de grupos, en el Brasil-Bolivia
llegaron a costar entre 190 y 590 reales y como bien compara Fernández en su
columna, en la Eurocopa 2016 (es decir, el certamen continental de selecciones
europeas), en Francia, una entrada costaba 25 euros (108 reales).
En el partido
entre Paraguay y Qatar, por el grupo B en el que participó Argentina, hubo un
44 por ciento de entradas de cortesía para tratar de mostrar más público del
que iba a haber en un Maracaná completamente vacío (8.428 entradas de favor,
sobre 19.071 asistentes totales).
¿Cómo no
entender al talentoso humorista Luis Fernando Verissimo cuando en “O Estado de
Sao Paulo”, en su columna, tras ver a Brasil ante Venezuela se puso a recordar
al gran Nelson Rodrígues cuando describía a Didí como “el príncipe etíope”
porque “dominaba el mediocampo como si fuese suyo, con los ojos puestos en el
horizonte” porque un pase de Didí “no era apenas un pase de Didí. Un pase de
Didí era un regalo, un Huevo de Fabergé (una de las 69 joyas creadas por Carl
Fabergé para el zar de Rusia)”.
Nelson Rodrigues
es el mismo autor de la maravillosa frase que aparece en las paredes del túnel
al campo de juego en el Maracaná acerca de que en el pase “el hombre se
convierte en un ser social”.
Si lo sabrá Juan
Román Riquelme, un excepcional pasador, quien justo ayer cumplió 41 años y que
nació el mismo día en que Brasil jugaba ante Italia por el tercer puesto en el
Mundial 78.
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