Desde Río de Janeiro
¿Qué soñará Lionel Messi, en estas horas previas a
la final de su vida? Seguramente quedará en su más estricta intimidad, como
casi siempre, aunque seguro que atraviesa una semana rara, de las más extrañas
de su carrera.
Es extraño ser el jugador estandarte de una
selección con la tradición de la argentina, al que todas las miradas apuntan
desde el primer minuto de este Mundial, que llamaba a ser el suyo, que se
dijera que por edad, trayectoria, experiencia y por jugarse en Sudamérica, era
éste el Mundial en el que tenía que lucir, y efectivamente ha rendido. ¿Pero ha
sido el mejor?
La sensación que se tiene es que ha contribuido, que
ha hecho todo para el conjunto, que ha hecho un gran esfuerzo (el miércoles
llegó a correr para marcar en línea a toda la defensa holandesa en una
oportunidad, aunque sólo pudiera molestar y la pelota siguió en poder de los
naranjas), que no está desganado y que hasta en alguna oportunidad, ha sido
decisivo con goles o asistencias.
Pero no queda tan claro que éste, por ahora y a sólo
un partido del final, haya sido “el Mundial de Messi” porque algo le pasa. Hay
algo imperceptible, diferente a otros tiempos, con la pelota. Tal vez sea que
tras la gran lesión de 2013 su cuerpo y su mente necesiten más tiempo para
readaptarse, o que haya perdido, o le cueste recuperar, la “quinta velocidad”.
Pero hoy, aún siendo un jugador desequilibrante,
debe compartir el lugar de privilegio en el afecto de los argentinos con su amigo
y compañero del Barcelona, Javier Mascherano, al que muchos vieron batirse ante
los holandeses cual si fuera una batalla de aquellas épicas de la independencia
argentina a principios del siglo XIX.
Por eso, a la mañana siguiente aparecieron los
pósters en todo el país con Mascherano con vestimenta de los tiempos de la
independencia o con la famosa boina, la pipa y la inscripción “Mas-CHE-rano”.
Porque en él y en el arquero Sergio Romero, quien atajó dos de los cuatro
penales ejecutados por Holanda, ven aquello que desde hace 24 años se busca: el
compromiso, la cercanía con la gente.
Mascherano no podía hablar al terminar el partido
contra Holanda. Cada tres palabras, en la zona mixta, su voz se entrecortaba y
sus ojos se enrojecían y lo explicó con claridad: “Vengo luchando desde 2003
con la selección y hemos pasado por muchas etapas junto a Messi y a Maxi
Rodríguez” (los tres van por su tercer Mundial).
Pero Messi no es como Mascherano. No sale tan fácil
a hablar con la prensa aunque eso no significa que no haya llorado. Messi lloró
cuando terminó el partido ante Holanda por dos razones: porque siempre soñó con
estar en la final de un Mundial y porque sintió que, por una vez, un triunfo o
no, no dependía de sí mismo, sino de lo que tal vez hicieran otros, y por una
vez fue frágil, o más frágil que otras veces.
Es extraño que en el Mundial que todos pensaban para
Messi, éste haya jugado aceptablemente, haya marcado goles, pero no fue lo
decisivo, por ahora, que la mayoría esperaba. No fue, por ejemplo, como Diego
Maradona en 1986 o Mario Kempes en 1978.
Messi sabe que le queda un partido, nada menos que
la final y ante Alemania, para revertir esta situación, para darlo todo. Tiene
una bala sola, pero es la bala de plata. ¿Podrá usarla a tiempo?
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