DESDE SANTIAGO DE CHILE
Como si el índice de smog de 552, ya de emergencia
total, que no ocurría en esta ciudad desde 1999, envolviera no sólo al clima
sino al fútbol, esta Copa América vive un clima enrarecido como pocas veces se
recuerde, como dos jugadores relacionados con infracciones con automóvil,
estrellas suspendidas y marginadas del torneo, graves lesiones y por si fuera
poco, ausencia de dirigentes de la Conmebol y de empresarios ligados a los
medios de comunicación vendedores de los derechos de TV, involucrados en
resonantes casos de corrupción.
Si Arturo Vidal, considerado por la organización del
torneo como el mejor jugador de la primera fase (a nuestro entender, un premio
demasiado generoso), llevó su infracción con su Ferrari roja a una cuestión de
Estado que incluyó hasta a la presidente Michelle Bachelet (que si bien guarda
recato, sí estuvo en su casamiento), hasta conseguir el perdón de la Federación
de su país y de la afición, ahora se sumó el goleador uruguayo Edinson Cavani,
quien a horas del decisivo partido ante los locales de esta noche, se enteró de
que su padre mató a una persona con su coche en su ciudad natal, Salto, y
evaluaba dejar a su equipo para retornar a su país.
Si Cavani se fuera (incluso quedándose en el equipo,
habría que ver ahora con qué animo juega, por pedido de su madre), se llegaría
a la situación de que la selección uruguaya no contaría ante Chile con ninguno
de los dos delanteros titulares, Luis Suárez (quien no participa de la Copa
para purgar la sanción por aquella mordedura a Giorgio Chiellini en el Mundial)
ni el goleador del PSG.
Aún así, a los uruguayos siempre les gustó aquello
de ser los convidados de piedra en cada fiesta futbolera, desde el recordado
Maracanazo del Mundial de 1950, pasando por las dos eliminaciones a la
selección argentina en 1987
(semifinales) y 2011 (cuartos) en su propio Terreno, o el susto que le pegaron
a Italia en 1990, cuando si bien perdieron 2-0 en octavos, los locales
necesitaron la tortícolis del árbitro, que cobraba todo para el mismo lado.
“Italia 90 Uruguay 0” tituló al día siguiente, con ironía, un diario de Buenos
Aires.
Si Chile tiene el mejor ataque del torneo, con tres
figuras claves como el pensante (no abundan) Jorge Valdivia, un diez clásico
que brilla hasta el momento, el propio Vidal y Alexis Sánchez, también es
cierto que flaquea atrás, en gran parte por su problema de estatura, justo ante
los celestes de las cuatro torres: los centrales José María Giménez y Diego
Godín, y los delanteros Cavani y Diego Rolan.
Un estudio hecho por el diario “La Tercera” de
Santiago, que comparó la altura de doce jugadores de cada equipo, demostró que
si Godín y Giménez miden cada uno 1,85 metro y Cavani, 1,84, los más altos de
Chile son Vidal (1,80), Gonzalo Jara
(1,78) y Jean Beausejour (1,78) y es por
eso que el entrenador argentino Jorge Sampaoli mantuvo a su equipo saltando
durante buena parte de la anteúltima práctica.
Si Vidal y Cavani estuvieron envueltos en problemas
reglamentarios callejeros, y Suárez fue suspendido, qué decir de su colega en
ataque del Barcelona, el brasileño Neymar, quien recibió cuatro partidos de
suspensión por su participación en la reyerta final en el Colombia-Brasil y se
quedó afuera del torneo.
Un poco menos dura fue la sanción del delantero del
Sevilla, Carlos Bacca (dos partidos) pero igual quedará marginado del partido
contra Argentina del próximo viernes en Sausalito, y se sumará a Carlos Sánchez
(doble amarilla) y a Edwin Valencia, que por una lesión ligamentosa en su
rodilla derecha en el partido ante Perú deberá estar seis meses sin jugar.
También se lesionó feo el volante de San Lorenzo
Néstor Ortigoza en la selección paraguaya y no estará en cuartos ante Brasil en
Concepción el próximo sábado y el tercer arquero argentino, Mariano Andújar, se
lesionó en el escafoides de su mano y también debió abandonar la concentración
de La Serena, reemplazado por Agustín Marchesín.
La pregunta es si todas estas lesiones en tantos
equipos son casualidades o responden a un cierto patrón que replantea muchas
cosas, como que la gran mayoría de los jugadores del torneo forman parte de una
élite que participa de las grandes ligas europeas, que llegan agotados a
Sudamérica luego de una exigente temporada y que, con escasísimo descanso,
cambian no menos de veinte grados de clima para adaptarse a otro sistema de
juego, otro marcaje, otra concepción del fútbol.
Y si esto pasa con los jugadores y dentro de las
canchas, qué decir de lo que pasa afuera. Sin dirigentes (ni siquiera están los
más nuevos, los que no son buscados por corrupción, seguramente por no querer
hablar e involucrar a sus colegas o porque tienen mucho que ocultar de esa sucesión) y mucho
menos, empresarios de las tres organizaciones que se fusionaron en Datisa, porque
simplemente ya se entregaron a Interpol en todos los casos, y no hay nadie que
pueda responder por ellos.
Muchos se preguntan qué ocurrirá cuando acabe la
final y haya que entregar la Copa al campeón. ¿Quién se encargará? ¿Quién irá
al Palco de Honor en representación de la FIFA?, ¿estará José Angel Napout, el
actual presidente paraguayo de la Conmebol, o dejarán otra vez sola a Michelle
Bachelet para que se arregle como pueda?
Si la entidad sudamericana ni siquiera puede
conseguir reunir el dinero para pagar a los cuatro primeros del torneo (4
millones de dólares al campeón, 3 al segundo, 2 al tercero y 1 al cuarto), por estar bloqueado en las cuentas de las
empresas que obtuvieron los derechos de TV en forma espuria, pagando coimas por
110 millones de dólares por esta Copa y las próximas tres, todo es esperable y
acaso este torneo no debió disputarse.
Ahora ya está. Se juega, aunque cada día haya malas
noticias desde adentro y desde afuera, y quedan muchas más por venir.
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