Siempre se dice que en la mesa de los mejores cinco
futbolistas de la historia, junto con Pelé y Johan Cruyff, se sientan tres
argentinos. Sin embargo, sólo uno alcanza el status de semidiós, por no decir,
para algunos fanáticos (que incluso constituyeron una Iglesia que lo venera y
santifica), directamente Dios, y ese es Diego Armando Maradona.
A una parte de la sociedad no le importa que
Maradona ya no juegue hace dos décadas, que muchas veces ni se le entiende lo
que dice, que pueda aparecer públicamente en una entrevista comiendo pastas y
hablando con la boca llena, o que su vida familiar y afectiva ocupe todos los
días lugares en los talk shows televisivos, o que busque siempre la forma de
conectar cualquier tema que surja en la sociedad para posicionarse de uno de
los dos lados de la grieta política que hoy existe en el país.
Porque Maradona llegó al Olimpo de los argentinos
(hasta el más acérrimo enemigo se animaría a pedirle un autógrafo si lo tuviera
cerca, o intentaría sacarse una foto con él) luego de haber logrado lo más
preciado en el fútbol, que en este país no es un deporte sino un fenómeno
absolutamente cotidiano, presente en cada acto: ha ganado un Mundial, y de visitante
(en México) siendo líder y estrella absoluta, y le convirtió a los ingleses los
dos goles soñados por cualquier chico con una pelota en los pies, en aquellos
cuartos de final de 1986 en el Estadio Azteca: el de “La Mano de Dios” (que
aquí es como robarle al ladrón), y el de la gambeta increíble, acaso el mejor
de toda la historia de los Mundiales.
Lo que le sucedió a Maradona y a la Argentina
futbolera es que jamás alguien, ni el mayor conocedor de juveniles del país,
hubiera imaginado que apenas diez años después de su retiro nacería un crack
con otro genio impresionante, pero con características totalmente distintas, y
en un contexto completamente diferente.
Es que Lionel Messi, a diferencia de Maradona, no
tuvo que pasar hambre. No le hizo ruido el estómago, ni vio que a su madre le
pasara eso porque su familia, para bien o para mal, era de clase media baja de
Rosario, y no le tocó vivir en una “Villa Miseria” de la zona sur del Gran
Buenos Aires.
Entonces, el carácter de Messi se forjó de otra manera,
con otras pautas, más casero, más de escuela de barrio, con la mente sólo
puesta en el fútbol.
Messi no tuvo que repensar cuestiones ligadas a lo
social. No arrastraba “broncas” interiores y su lucha fue mucho más contra una
enfermedad, contra un obstáculo de salud como es el hecho de no poder crecer en
estatura, y no contra un sistema que no dejaba crecer a su familia. Y aún así,
su médico de adolescente le decía que no se preocupara, que algún día mediría
“más que Maradona”.
A Messi se lo podría colocar junto al tercer
argentino de la lista de los cinco grandes cracks de la historia, Alfredo Di
Stéfano. Porque los dos emigraron jóvenes y
se querenciaron con su ciudad, uno en Barcelona, el otro en Madrid, y
porque los dos, a su manera, están ligados a la introversión. Con amor a su
país, pero se acostumbraron a verlo desde afuera. Hablan “para adentro” y
prefieren su casa, lejos de la prensa. Lo suyo, definitivamente, siempre fue la
intimidad y sus grandes éxitos, las ligas y las Copas de Europa con sus
equipos, sin por eso no haber sido estrellas en sus equipos nacionales (Messi
es el máximo goleador de la historia del equipo argentino, Di Stéfano fue
brillante campeón sudamericano en 1947).
Maradona, en cambio, es lenguaraz, habla “para
afuera”, necesita esa salsa de polémicas permanentes y los medios a su lado. En
cierta oportunidad estaba tratándose en Suiza y salió a caminar por la zona con
un periodista, quien le dijo “Diego, esto es tu sueño, andar metros sin que nadie se te acerque” y
Maradona le respondió: “una cuadra más así y me muero”). Jugó muchos años en el
fútbol argentino y además de Argentinos Juniors, en el club más popular del
país (Boca Juniors) antes de irse también al Barcelona, pero donde realmente
triunfó fue en el Nápoli, un club hecho a su medida por la gruesa línea roja
(otra grieta) que separa a la Italia pobre del sur de la rica del norte.
Messi, entonces, pese a su genialidad indiscutible,
se enfrentó a tres grandes problemas en cuanto a su aceptación por los
argentinos. El primero es de carácter general, porque en el país se observa con
recelo a todo el que se fue, el que eligió otro camino lejano de la convivencia
con su propia sociedad, y eso genera un rechazo. No por casualidad muchos de
los notables murieron en el exterior: desde el prócer José de San Martín,
pasando por los escritores Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, el Che Guevara y
hasta el mítico cantante de tangos Carlos Gardel. Entonces, el haberse ido a
vivir lejos pero además sin haber hecho la escala “esperable” en un club local,
lo coloca en situación de “formado en el extranjero” y finalmente la sociedad
futbolera deduce que “es de allá, no es de acá” o a lo sumo, como cantaba el
folklorista Facundo Cabral, le cabe la
etiqueta de “No soy de aquí, ni soy de allá”, algo indefinido.
El segundo problema va asociado al primero, porque
al no haber pasado más que un mínimo tiempo por los juveniles de Newell’s Old
Boys termina siendo que Messi no tenga, cuando regresa a la selección
argentina, una hinchada propia que lo respalde, como sí a la gran mayoría, por
el recuerdo que dejó en su paso antes de cruzar el Océano Atlántico para ser
fichado por un club europeo, y con eso, pierde un importante sustento en la
gente y también en una prensa que no lo conoció en el día a día de su club, y
que lo trata menos, además, por el escaso roce dado que no le gusta hablar.
Y el tercero es el más dificultoso: cómo resistir la
comparación con el héroe popular, con el semidiós, sumado a que los dos están
ligados al número diez, aunque cada uno a su tiempo. ¿Qué tendría que hacer Messi para llegar al
pedestal o para destronar de él a su antecesor? Acaso pudo haber sido ganar la
final del Maracaná en 2014 ante Alemania, por la enorme rivalidad que hay con
Brasil. Esa pudo haber sido, hasta ahora, la única oportunidad real.
En lo demás, poco sirve, para el público argentino
que lo miró siempre de reojo, si Messi ganó el Mundial sub-20 eliminando a
España casi en soledad en los cuartos de final, a Brasil en semis y a Nigeria
en la final (con dos penales suyos), o si fue el principal factótum de la
obtención de la medalla dorada olímpica en Pekín 2008, aunque en el equipo
estuvieran nada menos que Juan Román Riquelme, Sergio Agüero o Javier
Mascherano.
Nada nunca es como ganar un Mundial fuera de casa y
mucho menos, como hacerle un gol de trampa a los ingleses y otro, que muestre
quiénes somos los argentinos en fútbol. Messi sabe que tiene que lidiar con
esto y con un Maradona protegido por los medios porque, al fin de cuentas, es
el verdadero representante de una sociedad que polemiza, discute, protesta y
discute todo el tiempo.
Entonces, para la gran parte del periodismo
deportivo argentino, Messi fue por muchos años alguien que estuvo lejos, que
triunfó allá, en el Barcelona, pero lo que importa es cuando se pone la
camiseta argentina. “¡Ahí te quiero ver!” es una frase muy típica, algo así
como “quiero ver cómo actúas y te mueves en la situación más pesada y no en la
fácil, con una camiseta de un club grande y poderoso que juega en una liga para
dos o para tres”.
Para esos periodistas y medios, y lo explicitan,
Messi, en el mejor de los casos, “Va camino de ser Maradona” o se preguntan,
con todo lo que Messi brilló, ganó, ilusionó, transmitió, generó, creó, forjó,
si “alguna vez” será como Maradona…no hay manera de llegar a ser como él, ni
con el triple de sus goles, ni con una continuidad de 16 temporadas en la
Primera del Barcelona, ni con cuatro Champions League, ni con cinco Balones de
Oro.
Pero todavía quedaba algo más complicado, y fue
tenerlo a Maradona como entrenador. Ocurrió entre 2008 y 2010, y Messi, aunque
en silencio, tragándose todo, como siempre cuando algo no le gusta, al menos
hacia afuera, siguió haciendo lo que sabe, con la cabeza gacha, aceptando, para
no polemizar con el “héroe nacional”·, que le traten de explicar públicamente
en un entrenamiento durante el Mundial de Sudáfrica, cómo hay que patear en los
tiros libres, delante del periodismo. O que el director técnico manifieste a la
prensa poco antes de la cita mundialista que la selección argentina es
“Mascherano y diez más”, aunque por debajo de la mesa, Maradona lo haya ido a
ver a Barcelona para sentarse con él en el restaurante de un conocido hotel
para que Messi le dibujara en un papel el esquema con el que se sentía más
cómodo.
En ese Mundial, Messi no convirtió ni un solo gol.
Un jugador que dos años más tarde marcó 92 en una temporada, no pudo convertir
ni una sola vez frente al arco adversario. Muchos pensaron en la posible
responsabilidad del entrenador, pero siempre fue más fácil atribuirle la
derrota al que está lejos, al que todos depositaban su mayor esperanza aunque
sin ningún apego.
Más tarde, ya sin tener relación profesional,
Maradona se encargó de mil maneras de criticar a Messi, aunque siempre con un
“pero” posterior en una frase que deja expuesta la ambigüedad. Como cuando dejó que se escuchara un
comentario “al paso” a Pelé en una ocasión de un acto que los reunió, con un
extraño micrófono abierto, cuando dijo que era un chico sin carácter “pero un
crack “ y que “hay que dejarlo tranquilo”, o que Cristiano Ronaldo “este año
fue el mejor” “pero a Messi yo lo quiero mucho y él lo sabe”…
Paradójicamente, Messi comenzó a construir una
relación más estrecha con la sociedad argentina desde la derrota y no desde el
éxito y en eso, pasa a ser un caso muy particular, digno de estudio. Porque no
fue desde un título, que por cierto se le niega a la selección nacional desde
la Copa América de Ecuador 1993, que fue generando empatía, sino desde que
harto de los malos resultados que además siempre llegaron por muy poca
diferencia con los últimos rivales.
Messi fue más querido desde la segunda final
consecutiva de Copa América, en 2016 ante Chile en Estados Unidos luego de
empatar 0-0, para caer en los penales, igual que un año antes, ante el mismo
rival, pero en Chile. Tras su tercera
derrota consecutiva en tres definiciones (sumada la de Alemania en el Mundial,
que convirtió recién en el alargue tras un 0-0 en los noventa minutos) , ya no pudo encerrarse en sí mismo. Salió
entonces a la zona mixta de los periodistas de TV y dijo que no volvería a
jugar más con la selección argentina.
Y fue allí, tras su anuncio formal, que por primera
vez el público argentino reaccionó. No tanto los jóvenes, los menores de 40
años, que son aquellos que más consumen internet, las redes sociales, que lo
aman porque tampoco ya tienen tan familiarizada la figura de Maradona por una
cuestión generacional. Lo que sorprende es que también hayan salido a
manifestarse de todas las maneras posibles los maradonianos, los que, intuyen
bien porque vieron otro fútbol, otro tiempo de opulencia argentina en este
deporte, que sin Messi no hay futuro, algo que puede comprobarse ahora mismo,
tras la paliza del 6-1 de España en el amistoso de Madrid de marzo, o el
sufrimiento para llegar a Rusia en un grupo sudamericano en el que de diez
equipos, cuatro iban directo y el quinto, a un repechaje. Argentina llegó sexta
al último partido de dieciséis jornadas y fue salvado in extremis nada menos
que por Brasil, que le ganó su partido a Chile 3-0.
Recién entonces Messi alcanzó casi la unanimidad. Le
rogaron que volviera, aparecieron carteles por toda la extensión del territorio
nacional. La Bombonera lo recibió con una bandera que hacía alusión al “mejor
jugador de la historia” aunque allí haya jugado nada menos que Maradona, y los
periodistas “sídieguistas” del pasado tuvieron por fin la bendición para ir a
buscar a Leo (que ahora ya todos saben de quién se trata) para entrevistarlo, y
adularlo hasta la médula y la irritación, con la idea de convertirlo en un
exagerado líder, porque Messi es otra cosa.
Lo suyo es fútbol puro, sin polémicas (cuando Pelé
dijo que nunca vio los videos para conocer cómo jugaba, Messi respondió que
“con todo gusto, me encantaría verlos”), sin declaraciones altisonantes, sin
fideos en la boca a la hora de hablar, posiblemente sea un abonado futuro a los actos
de la FIFA porque genera tranquilidad y aceptación general.
Por fin los argentinos apuestan todo a Messi, como
antes a Maradona, sabiendo que no parece haber equipo atrás, ni
infraestructura, ni orden táctico (la selección cambió cuatro entrenadores en
cuatro años hasta llegar a Jorge Sampaoli ahora) y que todo lo bueno está en
manos del “diez” y hasta el director técnico admite que el equipo albiceleste
“es más de Messi que mío”, un absurdo en cuanto al manejo de grupos, pero nada
importa.
Como tampoco importó antes lo que Messi haya ganado
en su vida, sus decenas de títulos, sus Balones de Oro, sus pelotas para el
museo de su casa por cada uno de sus hat tricks, el reconocimiento mundial. Lo
que importa es ganar el Mundial de Rusia, por fin, y si es ante Brasil o
Inglaterra en la final, tanto mejor. Entonces, ahí sí, Messi será, por fin,
Maradona., aunque jamás se lo haya planteado, aunque nunca proteste en un campo
de juego, aunque rara vez reaccione ante una falta, aunque sea el primero en
llegar a los entrenamientos, aunque siempre se preocupe por sus compañeros y
aunque divida el dinero que genera su participación con el resto del plantel.
Para los argentinos, Messi necesita ganar un Mundial
para ser como Maradona o para ser Messi con letras de molde y merecer un
monumento en cualquier plaza pública.
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