Desde Moscú
Faltaban poco menos de veinte minutos y el
nerviosismo iba ganando terreno en la selección argentina. Se estaba quedando
afuera del Mundial en la fase de grupos habiendo llegado como número uno del
ranking FIFA en Japón 2002 y alguien desde el palco de prensa deslizó una
pregunta desesperada, si no era ese el momento para que por fin jugaran juntos
Gabriel Batistuta y Hernán Crespo.
Pero no ocurrió ni en esa situación límite porque,
sencillamente, Marcelo Bielsa nunca creyó en esa dupla. Siempre pensó
(legítimamente o no) que era o uno o el otro, y actuó en consecuencia. Nada se
le puede achacar a quien siempre pensó de una determinada manera y sus actos
reflejaron esa idea.
No es lo que está ocurriendo con Jorge Sampaoli. Con
la selección chilena pudo desarrollar un trabajo largo y efectivo y la
selección argentina fue víctima de esto mismo en 2015, en la final de la Copa
América. También Marcelo Gallardo se había referido elogiosamente a la
planificación y el fútbol de la Universidad de Chile, cuando la dirigía el
actual director técnico albiceleste.
Sin embargo, esta selección argentina no refleja en
absoluto la idea del entrenador. Hace apenas un año, cuando asumió el cargo,
Sampaoli parecía un troglodita del ataque con su fórmula inicial de aquél
3-2-2-3 que pensó, con Paulo Dybala al lado de Lionel Messi, como socio y
segundo creador para cualquier Plan B, con Mauro Icardi como nueve, bien de
punta, con dos extremos, un cuadrado en el medio con dos volantes centrales de
buen pie como salida que apoyaran a los dos creativos.
Hoy, nada de esto ocurre. Aquel esquema quedó en el
olvido para pasar en una rápida transición a los cuatro defensores después,
casualmente, de que tantos jugadores le cantaran en los buses “vamos a ser
felices con línea de cuatro” y de a poco, eso fue transformando el mediocampo a
un volante de marca y otro de salida, mientras que se desdibujó Dybala desde
aquellas declaraciones puras y sinceras que le costaron carísimo acerca de que
no se sentía cómodo en esa posición.
Después, de a poco, comenzó a regresar la vieja
guardia. Gonzalo Higuaín, que claramente iba a perder su lugar con Icardi,
repentinamente comenzó a ser “decisivo” luego de que sus compañeros lo apoyaran
públicamente y mantuvieran su silencio acerca del nueve del Inter,
sugestivamente, y Agüero resurgió cuando se tomó un avión para ir a ver a
Sampaoli a Londres desde Manchester porque el DT había viajado a Inglaterra
pero no lo marcó en la agenda para mantener con él una reunión.
Muchas veces cuando se piensa en un plantel de élite
y en el imaginario surge la pregunta sobre quién manda, quién tiene el poder,
se confunde éste con la voz de mando, con alguien que tenga peso propio por su
carácter, por lo que dice, cuando hay líderes que son silenciosos, que no
necesitan hablar, ni que sus palabras resuenen.
Son líderes que surgen desde los propios hechos
futbolísticos, no de vestuario ni anímicos y por lo general, todos tratan de
ser más papistas que el Papa y entonces aparecen los guardaespaldas
innecesarios (en este caso, dos a falta de uno), los que lo cubren, los que
tratan de que nadie lo moleste y tantas otras cuestiones ajenas a lo que
debería ser alguien más. El mejor de todos, pero uno más.
Pero para equilibrar, para establecer criterios,
para tomar decisiones, es que está el entrenador. Y Sampaoli, este Sampaoli del
Mundial, no parece ser aquel que venía a romper las estructuras hace un año y
fue siendo envuelto por la maraña que teje un grupo que lleva, de base, una
década manejando las principales cuestiones de la selección argentina.
Por todo esto, el debut del Mundial ante Islandia
fue un híbrido entre el pasado y estos pocos resquicios que consiguió el
entrenador (como los dos jugadores de Independiente, Nicolás Tagliafico y Maxi
Meza, a quienes elogió especialmente y también, en forma indirecta, a su colega
Ariel Holan por la forma en que jugaron los “Rojos” en la final sudamericana
del Maracaná ante el Flamengo), pero nunca fue “su” equipo y él mismo lo dijo
abiertamente: “Es el equipo de Messi, no mío” y esa frase generó un terremoto a
las pocas horas, por el grado de exposición que significó.
Y ahora, en la antesala del partido crucial del
Mundial y del ciclo de cuatro años, ante Croacia en Nizhny Novgorod del próximo
jueves, que puede significar estar a un paso de la eliminación, o de llegar a
la última fecha dependiendo de otro resultado, o acaso al revés, la chance de
quedar primero y con posibilidades de avanzar en el Mundial, el equipo que se
plantea es otro intento de rebelión a lo establecido, a lo que le fueron
imponiendo, a lo que mansamente o resignadamente fue aceptando.
Dybala sigue sin jugar, el aborrecible “doble cinco”
(en el que Sampaoli no cree para nada), tres defensores centrales y dos
laterales, que totalizan ¡siete! Jugadores detrás de la línea de la pelota en
un partido en el que hay que jugarse el todo por el todo. ¿Tiene esto algo que ver con aquel DT del
3-2-2-3?
Por eso, probablemente a Sampaoli le pueda llegar a
pesar mucho este esquema que parece que pondrá ante Croacia. Como le ocurre (lo
confiese o no) a José Pekerman con aquella ausencia de Messi en Alemania 2006,
o a Daniel Passarella con Claudio Caniggia y Fernando Redondo para Francia 1998.
Es el momento de morir con las botas puestas, apelar
a la idea propia en un momento crucial. Lo exigen el momento y la
circunstancia. Ser uno mismo en la situación límite, para no arrepentirse
después.
No alcanza con que salgan tres históricos para mostrar
“mano dura”, sino que es la idea la que tiene que aparecer. Sin que se sepa a
qué se juega, es difícil llegar lejos. A España, ante Portugal, la salvó
justamente eso: lo conceptual, el saber a qué se juega, y basada en eso, se
recompuso.
Sin identidad, es muy complicado. Y Sampaoli lo sabe
muy bien. Y si no lo plasma es porque no pudo, no es que no quiso. Le queda, acaso, una bala de plata y es ésta,
la del partido ante Croacia.
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