Decían que
había formado parte del equipo técnico de aquel Sporting Aquiles que salió
campeón nacional en 1947. Decían, los que afirmaban esto, que algo había
sucedido en el último partido y que él había sido el señalado como culpable del
incidente. Después de ese partido, decían, había desaparecido. Algunos decían
que había entrenado equipos infantiles en diversos pueblos del sur a los que se
habían ido comiendo los médanos. Decir “decían” es una forma de desprestigiar o
alabar; y siempre, de inventar, de fabular; pero es lo único que hay en este
caso. O que había.
Mateo Varessi
escuchaba, desde su rincón en el bar, sin desmentir, sin aseverar. Entretenido,
tal vez, cansado, probablemente, de ese rastro de rumores persistente que
recorría, antes o después, el camino de sus desplazamientos para dar con él.
Ninguno de los
parroquianos se acercaba. Lo habían intentado años atrás, cuando Mateo apareció
en el pueblo y eligió esa mesa e impuso un contorno de aridez y hosquedad alrededor
de ese espacio de desmemoria que se permitía una o dos horas al día, mientras
tomaba un café, o una caña o una manzanilla o lo que fuere: la consumición era
sólo una excusa, algo a qué aferrarse.
Por ello, no
entendieron por qué, cuando Lautaro Oreste se acercó a ofrecerle una rifa del
Club Social, Varessi lo invitó a sentarse, suponiendo – Oreste no llegó ni
siquiera a presentar el argumento que justificara esa violación de los Tratados
del Café que suponía cruzar la Línea Varessi – que era otro que quería saber.
Oreste se sentó por civismo; no le importaban los chismes sobre Varessi en
parte porque no le interesaban las murmuraciones y en parte porque no le
interesaba el fútbol (menos aún un evento tan trasnochado). Oreste levantó
levemente la mano y se dispuso a promocionar la rifa, pero Varessi habló
primero, y Oreste, a partir de ese momento, obedeció el papel que el destino o
las necesidades de Varessi habían impuesto; a fin de cuentas, pensó, si al
hombre no le gusta hablar con nadie y anda necesitando decir, quién soy yo para
negarle unos instantes.
Varessi
necesitaba decir. Desde aquél 3 de diciembre de 1947, cuando Sporting Aquiles
salió campeón nacional y él tuvo que abandonar la ciudad, a los tres días, como
un fugitivo, no había dado su versión de lo que había sucedido. Hacía unos días
venía pensando que tal vez la huella de rumores podría ser revocada si ofrecía
su relación del suceso. Pero no podía ponerse a hablar sin más; tenía que
esperar a que algún despistado se acercara a intentar pescar alguna palabra.
Siempre había alguno. Con el tiempo tendían a olvidarse de sus reparos y
volvían a por anécdotas o lo que fuese que buscaban.
A los 20
minutos del primer tiempo íbamos dos goles abajo. Yo vi que el director
técnico, un tal Abelardo Morón, que desapareció del fútbol grande en un
benévolo acto del destino… como le decía…
Oreste…
Oreste, eso.
Como le decía, vi que Morón no atinaba a hacer nada, los jugadores en la cancha
andaban como bola sin manija, oteando hacia el banco con cara de qué hacemos.
Me levanté y di dos o tres instrucciones al lateral para que las transmitiera.
Pero eso, evidentemente, no iba a ser suficiente. Entonces, sin siquiera llegar
a sentarme en el banco de suplentes, me fui hacia los vestuarios. No tenía aún
idea de a qué o para qué, pero había algo, el principio de una idea que me iba
llevando, conduciendo. No había nadie en esos pasillos precarios. Caminaba sin
rumbo fijo, cuando vi la puerta del vestuario de árbitros. Entré sin pensarlo.
No sabía a qué. Actuaba como bajo los efectos de alguna droga: un impulso
desinhibido.
La ropa del
árbitro y los jueces de línea estaba prolijamente colgada de perchas y ganchos
que salían de una pared verdosa. Revisé los bolsillos de pantalones y sacos,
pero no encontré nada… fuera de lo normal, las cosas habituales. Con los
efectos del ímpetu mermados, me disponía a salir cuando se abrió la puerta. Una
mujer que, a primera impresión parecía atractiva – luego, mirándola más
detenidamente me di cuenta de que era una manufactura del maquillaje, el
vestido ceñido y llamativo y la mala iluminación de la habitación – a favor de
la muchacha, hay que decir que tenía un cuerpo de ovación. La muchacha me miró
con desconcierto, pero sin temor. ¿Martinelli no está?, preguntó, mientras encendía
un cigarrillo finito y largo. Martinelli, le aclaro, era el árbitro.
Está
arbitrando, le deben quedar unos 10 minutos del primer tiempo todavía, le
informé. La muchacha se sentó y yo hice lo propio.
¿Su mujer?,
pregunté yo.
Lanzó una
carcajada sobreactuada y se cruzó de piernas. No, querido – respondió,
exhalando humo -, nada de eso.
Le hago corto
lo que no tiene ni complicación ni misterio. Esta mujer era la amante de
Martinelli, según me dijo ella misma; yo sigo creyendo que es una linda manera
de nombrar otro tipo de relación más… mercantil. Como sea, Martinelli la veía
durante los entretiempos, en su vestuario del estadio de turno – los jueces de
línea se quedaban merodeando por el pasillo. Dígame usted si esta es una
relación de amantes y no de otra cosa. Bueno, como sea, ahí se me ocurrió. La
dejé a la muchacha en el vestuario pretextando que tenía que ir a preparar el
vestuario propio para el entretiempo.
Corrí a la
cancha y me fui detrás del arco que defendía nuestro portero. Evidentemente,
los fotógrafos se habían ubicado en su totalidad de ese lado luego del 2 a 0 y
de que Sporting Aquiles no reaccionara a los dos cachetazos bien merecidos.
Allí estaba el negro Menéndez, fotógrafo de la revista Los Barones del Círculo
Central. Lo conocía hacía años y siempre lo había ayudado a hacer su trabajo.
Consideré que me debía una. Le chisté desde cerca del banderín del córner y
cuando me vio, le hizo gestos para que se acercara. Vino mirando de reojo el
partido.
Negro,
necesito un favor, seguime. Había decidido no explicarle nada allí, donde sería
más fácil que se negara; así que salí caminando y él detrás de mí. Recién en el
pasillo vestuarios le expliqué sucinta y apremiantemente qué quería que hiciera.
El vestuario de árbitros tenía una ventanita cerca del techo que daba a un
patio en el que los jugadores salían a hacer ejercicios de calentamiento.
Nuestro vestuario tenía una puerta a ese patio, evidentemente. Parado en una
silla, con la cámara apuntando hacia adentro, yo estaría esperando a que se
celebrara la cumbre comercial entre el árbitro y la muchacha.
Necesito que
me prestes tu cámara.
¿Qué?
La cámara,
negro, que me la prestes unos cinco o diez minutos.
¿Para qué la
querés la cámara?
No importa. No
te la voy a romper. Son dos minutos.
El negro me
dio la cámara y yo salí al patiecito. A través de la ventanita vi a la chica
sentada y fumando. Me pregunté si sería el mismo cigarrillo o si había
encendido otro. Al parecer, la situación me había llenado de interrogantes
detectivescos estériles.
El tiempo, que
dicen que en esas situaciones de espera exaltada se alarga, pareció sufrir un
salto. De pronto, y sin que me diese cuenta de la apertura de la puerta, el árbitro
estaba en el vestuario en un estado muy predispuesto para la actividad comercial,
si me entiende – Varessi no se molestó guiñarle un ojo a Oreste. Yo estaba allí
con la cámara. Pero no para usarla. No tenía ningún sentido sacarle una foto.
Es más, si no había foto, allí no había pasado nada… Lo importante es que
creyese que yo había sacado una o varias fotos. Cuando estaban los dos
desnudos, tumbados en el suelo – sobre un toallón morado -, le chisté al
árbitro desde mi posición. Acá arriba, le indiqué. Lo dejé que viera mi cara y
la cámara un rato y bajé de mi posición.
¿Ya está?,
preguntó el negro, en el pasillo de vestuarios.
Un minutito
más, negro; ya vengo, le dije mientras salía del vestuario de Sporting Aquiles
– en el que los jugadores estaban con cara de entierro - rumbo al de árbitros. Martinelli estaba
vestido ya, la chica se había marchado.
Ahora entiendo
el bajo número de amarillas y expulsados en los segundos tiempos de los
partidos que arbitra, dije a modo de introducción. Aunque no creía que iba a
tener que decir mucho más, Martinelli comprendió todo antes de que yo entrara
en el vestuario.
¿Y después?,
preguntó.
Esto nunca
pasó. Las fotos nunca se van a revelar… es más, el royo se va a velar
accidentalmente… soy muy atolondrado con estos cachivaches.
Lo demás es
historia. Sporting Aquiles ganó 3 a 2 y fin del cuento. Lo otro… No sé cómo
saqué una foto, si ni siquiera sabía dónde tenía que apretar. La cosa es que el
negro la reveló, junto con las otras del partido. Y ahí estaban el árbitro y la
muchacha. Y el negro sumó dos más dos y le dio tres: le había pedido la cámara,
había estado en la zona de vestuarios y el partido había dado un vuelco.
El negro pasó
por casa a la noche y me dijo que no me daba una idea de cómo lo lamentaba, pero
que la revista me iba a denunciar por chantaje y coerción O…
¿O qué?
O te alejás
del fútbol y…
Eso es algo
que puedo entender… digo, a tu revista le interesa mantener limpio el deporte,
así que mejor barrer la mugre debajo de la alfombra y que aquellos que hicieron
el enchastre se mantengan lejos… Sí, lo entiendo…
O te alejás
del fútbol y te vas de la ciudad. Lejos. A un lugar chico.
¿Irme de la ciudad? ¿Qué es, una película del
Oeste?
No, la chica
de la foto es la sobrina del señor General, el presidente…
¡¿Qué?! Pero
si parece una…
¿No viste al
tío recientemente?
Pero entonces,
no podés ni denunciar…
Tal vez me
expresé mal, por denunciar, el director de la revista hablaba de avisar a...
bueno, a…
Sí, sí, ya
entiendo.
Ya ve… ¿Oreste
era, no? – Oreste asintió -, todo no fue más que una boludez nada lírica. El
General Oviedo hace rato que no está, su sobrina andará repartiendo alegrías
vulgares, y yo… Yo no lo sé. Creo que me quedé clavado en un momento que media
entre el principio del partido aquel y la noche en que el negro Menéndez tuvo
un gesto de compasión que durante años lo malicié como una putada suya (porque
el negro era hincha de Atlético Troyano, el equipo que se vio perjudicado)…
Pero, en fin, Sporting Aquiles ganó… Y
fue esa victoria - que los jugadores creyeron propia de su denuedo - la que
abrió la puerta a otros triunfos más auténticos… legítimos. Si no hubiese sido
por ese triunfo, le aseguro, Oreste, que Sporting Aquiles no tendría ni un
tercio de los seguidores que tiene ahora.
Varessi dejó
de hablar de pronto, se refugió en el vaso de cerveza tibia que había oficiado
de púlpito o de red de seguridad.
Yo venía a comentarle
sobre unas rifas… - comenzó a decir Oreste.
Métase las
rifas en el culo, haga el favor – lo despidió Varessi, recomponiendo los
límites de la confianza, las estructuras de la soledad.
1 comentario:
Buenas, Sergio. Quería preguntarle si usted participó en una tertulia durante el Mundial de Japón-Corea en 2002 en Onda Cero junto a Luca Caioli, y Frédéric Hermel en el programa de Carlos Herrera.
Gracias de antemano.
Luis.
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