Escribo estas línes
torpes y urgentes con la cuasi certeza de que no serán leídas por nadie,
porque ni la revista para la que trabajo
ni ningún otro medio osará publicarlas. Por la ventana del hotelito de Lisboa
en el que me encuentro entra un entrevero de mar y agua dulce equívoco y
halagador.
El mundo periodístico
habla de las bajas para el Mundial como si se tratara de una acumulación de
casualidades, de la consecuencia de las exigencias del calendario deportivo y
esas esclarecimientos descuidados.
Hace unas horas el
Dr. A me acaba de confirmar mis sospechas iniciales – y la posterior
certidumbre: el mundo del fútbol está controlado por un cabildo de médicos que
deciden quién será el próximo campeón mundial, de liga, de copa de campeones,
de lo que sea que se juegue. Sus armas: los falsos diagnósticos y bajas
médicas, los controles antidoping, los tiempos de recuperación de jugadores
lesionados, la amenaza de ominosas consecuencias para leves traumatismos; tratamientos
deficientes, suministración de sustancias que merman los rendimientos y mil y
un argucias más – que en más de una oportunidad han incluído la reclusión en
centros psiquiátricos.
El Dr. A me esperaba
en clínica especializada en deporte Olimpya. Y me adelantó algo que los medios
acaban de ratificar: Ribery también es baja para el mundial. El francés,
Falcao, Van der Vaart, Valdés... Al astro portugués – Ronaldo, qué otro – lo
han rodeado de pronósticos médicos funestos y, según me dijo el Dr. A: “le
garantizo que si, finalmente no es baja, deambulará por la penumbra
futbolística. ¿Acaso no lo vio en la final de la Champions? Luego del penal
ensayó una bravuconada, una revancha efímera contra la logia de los médicos”.
Yo había escuchado
del contubernio médico de casualidad. Creo recordar que fue durante unas
conferencias de la FIFA en Ginebra. Una noche, después de las charlas un grupo
de periodistas nos fuimos a tomar unas copas a un bar de esa ciudad impersonal
e inhumana. Había un médico de la selección de Islas Feroe. Aunque podría haber
sido de otra. La cuestión es que se trataba de un equipo nacional
insignificante. Fue él, el que después de unos cuantos shnapps mencionó
aquello. Ninguno de mis colegas le dio importancia, o no quiso hacerlo:
fabulaciones de bebedor.
A. accedió a
atenderme por un único motivo: está enfermo, en etapa terminal; y, sobre todo,
la conchabanza de galenos le adeuda el pago de ciertos servicios que no quiso
especificar (“no viene al caso quedarse en lo anecdótico – se justificó”).
Una vez confirmado lo
que ya sabía, porque había ido recolectando piolines informativos en distintas
ciudades del mundo, sólo restaba saber una cuestión: ¿a quién erigirán campeón
en Brasil?
¿No es evidente? –
dijo sin interés, sin rastro de soberbia, con un cansancio que se sujetaba de
cada pliegue de su rostro.
No, no lo es.
Mire los grupos,
compute los emparejamientos posibles luego de la fase de grupos. Está ahí,
pidiendo a gritos ser columbrado.
¿No me lo puede
adelantar?
No, lo siento. Esta
carta me la guardo. Un traidor a medias siempre puede morir pensando en gestos
morales y demás pretextos.
Antes de escribir
estas líneas imperiosas - que ni siquiera me han consentido el tiempo de
presentar las pruebas que he dejado en una carpeta en una casilla de la
estación de tren de Lisboa (le he enviado la llave a un periodista amigo de
Buenos Aires) – he realizado los cálculos y las especulaciones pertinentes: la
conclusión es aterradora.
Escucho la sirena de
una ambulancia. Sé que son ellos; sus sicarios de blanco. Dejo esta breve
relación en la recepción. Confío en que el señor Botelho despache el sobre y
que – a pesar de lo que dije al iniciar esta deseperada declaración - el editor
de Balones Afuera publique este alegato. Han estacionado justo debajo de mi
ventana (ubicada en un segundo piso), cuatro hombres decididos han entrado en
el hotel. Cerraré el sobre y lo dejaré entre las sábanas, como ya le advertí a
Botelho.
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